Recuerdos de cine

Mis primeros recuerdos cinematográficos se remontan a una vieja televisión en blanco y negro en la que pude ver mis primeras películas. Es costoso rememorar hechos tan lejanos y borrosos, pero sí soy capaz de visualizar en mi memoria aquel robusto televisor “Iberia” de madera que estaba ubicado junto a una pared, casi enfrente de la puerta del salón contigua al sofá en el que nos sentábamos. 


Nos mandaban temprano a dormir, pero algunas noches mi hermano y yo salíamos a hurtadillas de la cama y nos acomodábamos como buenamente podíamos en el suelo del pasillo, junto a la puerta del salón, donde nuestros padres no podían vernos, pero nosotros sí podíamos ver la tele a escondidas. No resultaba demasiado práctico, porque tarde o temprano mi padre o mi madre se levantaban para ir a la cocina o al cuarto de baño y nos sorprendían en flagrante delito de voyeurismo cinéfilo y éramos inmediatamente condenados y conminados, en sumarísima regañina, a volver a la cama.

Vi varias películas en blanco y negro (todas en esa tele tenían que verse en colores grises porque hasta unos años después no tendríamos un aparato de televisión en color), pero a aquella edad, seis años, comprenderán que no recuerde casi nada. 

Un día tuve una de mis ocurrencias -previsor que es uno- y decidí memorizar el título de una de aquellas películas que emitían en Televisión Española para poder recordar cuando fuese mayor cuál era la más antigua que había visto. 


Así que me fijé en la que emitían esa misma noche: «El fantasma y la señora Muir». Y, como ven, la cosa funcionó: ahí sigue retenido ese título en mis neuronas como consecuencia de aquel capricho infantil. 

Sólo años después, con ayuda del «carbono-14» que proporciona internet, he podido fechar con precisión el feliz día: fue el diez de enero de 1974.

Con la llegada del buen tiempo abrían el cine de verano. Aquello constituía una experiencia de lo más gozosa que quepa imaginarse. Con el lujo añadido de que desde la azotea del edificio en el que vivíamos se veía casi entera la pantalla del cine. 


En mi mente perviven imágenes de cuando recibíamos las ocasionales e infrecuentes visitas de los tíos, abuelos y primos –que vivían en Madrid, a centenares de kilómetros- y al anochecer nos subíamos todos a la azotea con las sillas playeras a tomar posiciones frente a la gran pantalla... sí, pónganle a la escena música de acordeón y tendremos casi una secuencia de Fellini o de Kusturica.

Pese a ello también pasábamos por taquilla, especialmente cuando mis padres decidían salir y nos dejaban «aparcados» en el cine. Recordarán que por entonces, años 70, había películas prohibidas a menores de 14 y de 18 años. Pero mis padres, a falta de familia con la que dejarnos en aquel pueblecito costero de la zona más meridional de Andalucía, contaban con el cine a modo de «guardería» para poder salir ellos en las noches del sábado. Así que tenían bien untado al portero del cine, y éste hacía la vista gorda y nos dejaba entrar en el recinto fuera cual fuese la calificación de la película que se proyectase en aquella sesión. 


Lo cual me permitió deleitarme en la contemplación de títulos tan poco recomendables para niños como “La noche de los muertos vivientes” y otros muchos de terror que por aquel entonces me fascinaban.

Ah, el cine de verano, qué invento. Aquellas incomodísimas sillas plegables de madera, esa rebequita por lo alto de los hombros para cuando llegaba la fresca, aquellas toneladas de pipas cuyas cáscaras arrojabas impunemente al suelo.


Y el «Fali», Rafael, aquel niño al que a veces aparcaban con nosotros en el cine, quien nos inició en el crimen enseñándonos el viejo milagro de la multiplicación de las gominolas y los chicles en el carrillo de chucherías que instalaban en el interior del recinto. Le tenía cogido el punto al señor que vendía las golosinas y le compraba siempre “una peseta” de gominolas. El vendedor, confiado, habitualmente decía: “Cógela tú mismo”, y ya imaginan, el pícaro truco: con los dedos pulgar e índice cogía Fali la gominola que costaba una peseta, pero simultánea y sibilinamente –bajo el amparo de la oscuridad- con los dedos corazón, anular y meñique escarbaba y rebañaba en el montón de gominolas, multiplicando ilícitamente varias veces el valor de su peseta.

Quizá fruto de estas iniciaciones delincuenciales al año siguiente fui a parar a un internado, esta vez en el Norte.


Aquello, francamente, era un lugar poco recomendable para educar a un niño, un sitio regentado por religiosos y maestros de aquellos de los de la disciplina inglesa de la regla y el capón. El caudillo aún vivía, imaginen. 

Recuerdo que una vez mis padres, al ir a visitarme, me llevaron un tebeo de Mortadelo y Filemón. En cuanto se marcharon vino una monja y me quitó el pernicioso y altamente nocivo cómic de Ibáñez, echando pestes de él. No volví a verlo.

Pero a todo hay que buscarle su lado positivo y lo mejor de aquel sitio, con diferencia, es que cada domingo había cine, en una sala en condiciones. Todos los alumnos llenábamos el estupendo salón de actos para evadirnos de aquel lugar tan parecido al recreado por Guillermo del Toro en “El espinazo del diablo”.

Sí, quizá aquello no fuese el paraíso de un cinéfilo, con los chuscos de pan arrojados desde las filas traseras sobrevolando constantemente nuestras cabezas, en las que a veces impactaban. Con las molestas charlas de aquellos a quienes no les gustaba el cine dominical y con los chistes relativos a la película improvisados, en voz alta, del graciosillo de turno.

Pero nos encantaba igualmente. A la salida de una de romanos todos jugábamos en el patio convertidos en gladiadores, si era de karatekas ya pueden imaginarse a trescientos niños lanzándose patadas y puñetazos, y si era del Oeste veías como aquel paisaje palentino se transfiguraba en el O.K. Corral. 

Y ... ¡ay si algún pobre incauto caía presa de la debilidad y se le ocurría derramar alguna lagrimita durante la proyección de una película de Marisol! Ese ya se convertía en el idiota perpetuo del internado.

Recuerdo que en semana Santa nos pusieron “Barrabás” y ya entonces conocí lo que era una superpromoción, porque al igual que normalmente no nos hablaban previamente de la película que sería emitida el domingo siguiente, ésta de Barrabás fue anunciada a bombo y platillo por maestros y religiosas en los días previos a su exhibición.

Acude también a mi memoria una película de dibujos animados. No tengo ni idea de cuál es, pero sí soy capaz de recordar un cuarto de siglo después que cuando aparecían los malos los colores se volvían grises y tenebrosos, oscuros, en contraposición al colorido diverso que rodeaba el mundo de "los buenos".

Sólo estuve un año en el internado, en los cursos siguientes regresé a mi Madrid natal.

Aquello era infinitamente más glamuroso. Recuerdo cuando mis tíos, a la sazón novios, me llevaron a un cine en la Gran Vía a ver una película de Tarzán. ¡Dios! Eso era pasarlo bien, en todos los sentidos.

La Gran Vía madrileña era el paraíso de las tentaciones cinéfagas, con aquellas enormes pinturas de carteles cinematográficos por doquier ornamentando hermosamente las fachadas de los edificios en los que se ubicaban las salas.


De acuerdo, ahora ves alguna de aquellas de Tarzán y te puede resultar patética: con esos elefantes asiáticos a los que se anexaban rudamente unas orejas de goma en una vano intento de “africanizarlos”, con esos rinocerontes corriendo a cámara rápida y toda aquella técnica tan rudimentaria, pero... qué demonios: lo disfrutabas plenamente.

Pero casi tan sublime como acudir a un estreno en la Gran Vía resultaban los cines de sesión continua. Eso sí que era flipar, porque a mis hermanos y a mí nos solía dejar mi padre (aparcando  fugazmente en doble fila en la calle Alcalá, en lo que sacaba las entradas) en el cine Aragón sin tener en cuenta en absoluto el horario de los pases, claro. 

Así que llegabas allí en cualquier momento del metraje de una de las pelis de la sesión doble, bien fuera al principio (si había suerte), a la mitad, o la pillabas acabando y seguías viendo cine hasta el THE END. 

La segunda película -o la del medio, si lo prefieren, porque eso era un bocata de pelis- sí que la veías comme il faut.

Y a continuación proyectaban de nuevo la película que cogiste empezada e ibas reconstruyendo la historia que viste incompleta hasta que sobrevenía esa sensación de "dejá vu" y te percatabas de que estabas volviendo a ver las escenas que habías visto al entrar en la sala, puro azar. En ese momento salía e iba andando hasta la casa de mis abuelos.

Habituado como estuve durante mi infancia a este proceder comprenderán que patinasen pretendiendo epatarme montajes como los de «Memento» o «Pulp Fiction»: ya estaba yo bien familiarizado con estas técnicas narrativas.
 * * * * *
Continuará al completo revisado, corregido y aumentado en mi próximo libro de relatos "Cuentos sin gluten".

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