El doctor Mierda

Me encontraba mal, llamé al médico. Hube de explicarle cómo se llegaba hasta mi casa. Tardó casi tres horas. El tráfico, dijo, excusándose con desgana. Me hizo tumbarme para una exploración. Calentó el maldito fonendoscopio en mi aterida espalda y me oprimió con sus dedazos en sitios en los que te dolería aunque no estuvieses enfermo.
Luego llegó el interrogatorio. Me formuló la, al parecer, inevitable pregunta sobre el tamaño, color y consistencia de mis heces.
-Ni idea, no me fijo en eso- dije yo muy digno.
-Mal hecho, hay que fijarse- me reprendió severamente.
-Ya veo varios programas de televisión- me excusé con desgana yo también- Pero si me da un par de minutos y un orinal le traigo una muestra calentita...
Sonreía con sorna el muy cretino mientras, vengativo, me recetaba, con una ilegible letra, una caja de enormes supositorios.
Los he comprado, derretido e introducido todos en una botella de un famoso refresco de dos litros, que he agitado convenientemente.
Sí, yo me tomo un vaso cada ocho horas, pero cuando él me preguntó cómo se volvía al Centro Médico desde mi casa... le envié al barrio chabolista de mi camello. Empatados.

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